sábado, 23 de agosto de 2014

Colores del desierto

Tomó la bicicleta, movió su cuerpo cuesta arriba bajo el sol abrasador de la tarde y su mirada se expandió. 
Lo incontable y lo infinito se fusionaron con lo efímero del momento, eso que llamamos el presente mismo. Bajo el sol radiante abrió el pequeño compartimiento y se introdujo la tabletita con un símbolo extraño bajo la lengua, así como quien quisiera saber qué sensaciones quiere descubrir. Fue un torbellino frente a la moral y las costumbres de antaño que hablaban de buena conducta y modales acordes a la crianza, pero eso se anuló por instante para viajar en otra dimensión en un lejano lugar místico y misterioso.
Tan pronto como acercó sus manos a las paredes de las cuevas, estas se volvieron masas cambiantes. Tan pronto como miró lo alto de la pared de enfrente, vio la cara de un viejo árbol mirándola tristemente. Podía hacer absolutamente todo gracias a una fuerza sobrenatural, trepar correr saltar si sentir cansancio o asfixia. Era un trance, un efecto de ensueño en la inmensidad de la formación rocosa. 
Lo consciente, aunque silenciado bajo la mezcla difusa, hablaba desde lo profundo y sentía vergüenza frente a los ojos extranjeros que miraban casi con la sospecha de que ese caminar no era normal. Nada importaba, todo se movía, todo bajo la pregunta o la afirmación de Nothing is real, como diría Lennon en alguna de sus canciones más volátiles.
El cuerpo estaba impedido de cualquier esfuerzo normal, por lo que tomó la bicicleta y la llevó a un sector alejado para contemplar la inmensidad del cielo que dejaba entrever los colores del atardecer. Era un silencio dormido, un pisar de arena y rocas débiles y deleitarse con cada crujir, como si fuera el último sonido que escuchase en la vida. Una introspección hacia las sensaciones de pisar, caminar, crujir, sonar, oler, reír.
Se sentó y lo que vio la sorprendió. No sabía si estaba durmiendo o estaba con los ojos abiertos. Era una configuración más allá de lo racional, el cielo cambiaba de verde a morado y de morado a azul, un degradé infinito, verde el suelo de arena, azul profundo a la izquierda, rosado a la derecha, y el mundo era otra dimensión. La sonrisa no la quitaba nadie y nadie comprendía a tres pobres tipos riéndose del infinito.
El frío se acercaba pero los sentidos no respondían a ello. Era casi como si todo lo demás se detuviese en el entorno y fuesen sólo masas del presente sin ningún pasado ni un futuro que convencer. A nadie se debía convencer ya, la vida es el momento en que uno respira y contempla el momento, qué más daba si todo era irreal, ilusorio, casí como queriendo contrastar la realidad opaca con esa realidad de colores fulminantes.
Nada era real, ¿o lo era realmente? ¿qué es lo real?. 
Crujir de piedras, un sonido mudo alertando los oídos, el macramé se sentía con una textura sobrenatural al tacto de esos pobres dedos multicolores. Era la inspiración perfecta para componer alguna canción o algún escrito vago. Era el expandir de la conciencia, era el escape de quizás qué miedos ocultos. Era la confrontación de lo correcto y la influencia, del temor a uno mismo y la autoaceptación, el crujir de la conciencia misma que llamaba a tomarla en cuenta mientras los ojos eran un par de gotas tornasoles, de intentos fallidos.
Y ella ahí, en la inmensidad del lugar más árido del mundo, en un debate interno por quedarse en esa realidad o crear una dimensión distinta, aterrizando en un terreno inexplorado que dejaba caer su manto estrellado en la ausencia del pensamiento, en lo más oculto de cada ser que explora más allá de su horizonte.

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